lunes, 30 de septiembre de 2013

LA PERSECUCIÓN

Sales a la calle. El calor te golpea desde el primer segundo y la humedad te atrapa, te envuelve por completo. Echas a caminar hacia el oeste por la 65, camino al centro. La ciudad ha despertado antes que tu pero tampoco el ritmo es trepidante. Los viejos empleados de las tlapalerías de la calle se desperezan y te miran pasar, ociosos, combatiendo el calor bajo grandes ventiladores de techo que giran lentos, al ritmo de sus dueños. En contraste, el tráfico es abundante, ruidoso y desordenado. Camiones de mercancías tratan de adelantar a taxistas buscando una presa. En las aceras, algunos repartidores se apresuran a descargar sus camiones en las dulcerías que abarrotan las tres cuadras entre la 42 y la 48. El olor a chuchería lo inunda todo y parece como si el tiempo no les diera para terminar con el reparto. Pero, para regocijo de los dentistas de la ciudad, se afanan en el trabajo.


Las pequeñas casas de aspecto colonial lucen especialmente hermosas. La mezcla de vivos colores y manchas del tiempo y la humedad hace inevitable pensar en La Vieja Habana. Ninguna pasa de dos alturas y, en su mayoría, parece que se están derrumbando pero a través de las puertas abiertas se puede entrever la vida que se esconde tras la ruina. Incluso en aquellas que dejaron de habitarse, el verde se ha instalado para quedarse. De entre las rejas oxidadas y a través de los agujeros del tejado salen exuberantes ramas. En las paredes, casi colgando de la nada, crecen pequeños e intensos arbustos que contrastan con el gris que devoró el color que algún día iluminó la fachada. 


Camino tranquilo, alternando mi atención entre los hermosos edificios y la acera, que me exige concentración para esquivar los grandes agujeros y enormes charcos de la tromba que descargó la tarde anterior y que todavía no se ha secado.


La 65 está cada vez más animada y el tráfico se hace cada vez más intenso. Viejitas cargadas de bolsas se mueven por las aceras esquivando a jóvenes encamisados que están más preocupados por cortejar a su acompañante que por no obstaculizar la marcha de la ciudad. De pronto la acera se estrecha todavía más y el tráfico rodado crece hasta quedar parado. Pienso en torcer por la 52 al norte para esquivar el tumulto de los alrededores del mercado pero una señora mayor, contará más de 80, me adelanta con un leve golpe y se escabulle entre la multitud. Sin saber bien porqué, decido seguirla. Acelero el paso y busco su pelo blanco en el vaivén de lacias y oscuras cabezas que abarrotan la calle. La ubico a unos 15 metros adelante, esquivando con inusual habilidad al resto de viandantes. Aprieto el paso todavía más y agacho la cabeza para no golpearme con los toldos de los comercios que invaden la acera y ponen en peligro a todo aquel que mida más de metro setenta. 

Consigo seguir a la vieja un par de cuadras pero me va ganando terreno. Su corta estatura le da ventaja frente a mi pero el enorme bulto que lleva a la espalda debería frenarla. No es así. Sigue esquivando la muchedumbre con sorprendente habilidad. Empiezo a trotar, saltando a la calzada y esquivando el tráfico y a los que, como yo, deciden bajar de la calle para llegar antes a su destino.

Finalmente me detengo. En el cruce de la 58 la he perdido por completo. Se ha esfumado. 

Me quedo un rato mirando, abatido, contemplando los rostros de quienes pasan. Son todos muy morenos, de rasgos redondeados y abultadas mejillas. Tienen un aire sonriente, amable. Se mueven desordenados pese a los esfuerzos del guardia de tráfico que intenta organizar la circulación con poco éxito.

Cambio de rumbo. Tomo la 58 al norte y en menos de media cuadra encuentro un pasaje cubierto entre dos edificios de construcción reciente pero que conservan el aire colonial que caracteriza a la ciudad. Me percato entonces de que los edificios son muy altos y no se caen a pedazos y advierto que debo estar muy cerca del Zócalo, la plaza central. Camino por el pasaje entre grandes esculturas de hierro forjado y jóvenes parejas arrullándose en los escasos bancos. Salgo del pasaje y a mi derecha advierto los grandes árboles de la plaza. Cuando estoy a punto de ponerme en marcha, una mano se posa sobre mi hombro:

-¿De dónde nos visita?- escucho. Al voltearme, un hombre me mira sonriente. Es bajito y viste camisa roja con reflejos, muy tropical. Pantalones oscuros y zapatos de charol negro, impolutos. Le explico, con la boca pequeña y una sensación un tanto desagradable, que vengo de España.

-Es vasco, ¡seguro! Los vascos siempre llevan esos pelos extraños, muy corto por un lado-. Todavía sorprendido y manteniendo cierta distancia le explico que soy valenciano y que ese aspecto no es exclusivo del País Vasco.

-Acérquese -me dice–, ¡los yucatecos no somos bandidos!-. Charlo con él unos minutos, me indica donde puedo comer y me regala una tarjeta del restaurante en el que trabaja. Sigo mi marcha y entro en la gran plaza.

Los jardines centrales están extremadamente cuidados. Los setos tallados con profusión, el césped perfectamente cortado y sin una sola calva, las palmeras luciendo sus hojas espléndidas y los enormes árboles proporcionando sombra a los cientos de bancos que hay en la plaza, donde cientos de personas dejan pasar la mañana protegidos del calor. Me siento a fumar, miro y escucho conversaciones ajenas en un ejercicio de sano voyeurismo. En el banco de enfrente un hombre le habla con ternura a su esposa mientras su hija, ligeramente separada, espera paciente a que algo la incluya en la charla. A unos metros, un grupo de hombres entorno a los sesenta discute a voz en grito sobre petróleo, males endémicos mexicanos y maldades gringas. Uno de ellos grita con especial intensidad mientras bracea, expresivo, dejando volar su guayabera al viento. Un niño que no pasará de los diez años pasea de banco a banco ofreciendo chicles y cigarrillos sueltos cargando un pesado expositor de madera.

El calor aprieta y los pocos que caminan al sol lo hacen siempre en busca de un refugio sombreado. De pronto, entre la multitud, al otro lado de la plaza, descubro algo que me resulta familiar. Un recogido de cabello blanco se desliza entre la gente con agilidad felina, casi levitando. Me levanto y me encamino, veloz, hacia allá. Corro entre la gente, exponiéndome al sol justiciero, hasta que la veo detenerse. Aminoro la marcha y me acerco cauto hacia ella. Cuando estoy a escasos metros me fijo en el suelo. Hay una gran lona verde sobre la que la señora está extendiendo su género. Me mira, sonríe amistosamente y dice:

- Señor, lleve la hamaca señor, la auténtica hamaca yucateca.





8 comentarios:

  1. Tampoco es obligación para los vascos llevar el pelo como tú.
    Gracias por tus escritos. Bendita la envidia que siento de leerte. Disfruta!!!

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    1. Cierto Unai, tampoco es obligación! jajajaja. Un abrazo muy fuerte para Carla y para ti, y recordaros -porque se que ya lo sabéis- que la mejor forma de aplacar la envidia es tomarse un avión con destino al paraíso... Ahí os lo dejo!

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  2. Me ha encantado, describes con mucho encanto, todo aquello que ves y además con una gran sensibilidad.

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    1. Muchas gracias por tus palabras de ánimo! Ah, si no te molesta, dime quien eres que me alegra saber de vosotrxs... (porque... no serás mi madre? jajajaja)

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  3. ¡Viva el voyeurismo! un texto exquisito..

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  4. Gracias por tan delicioso texto Peter, no sólo describes muy bien lo que ves, metiéndonos en el paisaje con facilidad, sino que le das a los personajes una profundidad psicológica que, al menos a mí, me sorprende. Me refiero en especial a la frase: "...un hombre le habla con ternura a su esposa mientras su hija, ligeramente separada, espera paciente a que algo la incluya en la charla".

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  5. la extensión de tus textos es la justa para apasionarme y no aburrirme. es genial. me encantan !! minihistorias peterianas

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