
Las pequeñas casas de aspecto colonial lucen especialmente
hermosas. La mezcla de vivos colores y manchas del tiempo y la humedad hace
inevitable pensar en La Vieja Habana. Ninguna pasa de dos alturas y, en su
mayoría, parece que se están derrumbando pero a través de las puertas abiertas
se puede entrever la vida que se esconde tras la ruina. Incluso en aquellas que
dejaron de habitarse, el verde se ha instalado para quedarse. De entre las
rejas oxidadas y a través de los agujeros del tejado salen exuberantes ramas.
En las paredes, casi colgando de la nada, crecen pequeños e intensos arbustos
que contrastan con el gris que devoró el color que algún día iluminó la
fachada.
Camino tranquilo, alternando mi atención entre los hermosos edificios y la acera, que me exige concentración para esquivar los grandes agujeros y enormes charcos de la tromba que descargó la tarde anterior y que todavía no se ha secado.
La 65 está cada vez más animada y el tráfico se hace cada
vez más intenso. Viejitas cargadas de bolsas se mueven por las aceras
esquivando a jóvenes encamisados que están más preocupados por cortejar a su
acompañante que por no obstaculizar la marcha de la ciudad. De pronto la acera
se estrecha todavía más y el tráfico rodado crece hasta quedar parado. Pienso
en torcer por la 52 al norte para esquivar el tumulto de los alrededores del
mercado pero una señora mayor, contará más de 80, me adelanta con un leve golpe
y se escabulle entre la multitud. Sin saber bien porqué, decido seguirla.
Acelero el paso y busco su pelo blanco en el vaivén de lacias y oscuras cabezas
que abarrotan la calle. La ubico a unos 15 metros adelante, esquivando con
inusual habilidad al resto de viandantes. Aprieto el paso todavía más y agacho
la cabeza para no golpearme con los toldos de los comercios que invaden la
acera y ponen en peligro a todo aquel que mida más de metro setenta.
Consigo seguir a la vieja un par de cuadras pero me va
ganando terreno. Su corta estatura le da ventaja frente a mi pero el enorme
bulto que lleva a la espalda debería frenarla. No es así. Sigue esquivando la
muchedumbre con sorprendente habilidad. Empiezo a trotar, saltando a la calzada
y esquivando el tráfico y a los que, como yo, deciden bajar de la calle para
llegar antes a su destino.
Finalmente me detengo. En el cruce de la 58 la he perdido
por completo. Se ha esfumado.
Me quedo un rato mirando, abatido, contemplando los rostros
de quienes pasan. Son todos muy morenos, de rasgos redondeados y abultadas
mejillas. Tienen un aire sonriente, amable. Se mueven desordenados pese a los
esfuerzos del guardia de tráfico que intenta organizar la circulación con poco
éxito.
Cambio de rumbo. Tomo la 58 al norte y en menos de media
cuadra encuentro un pasaje cubierto entre dos edificios de construcción
reciente pero que conservan el aire colonial que caracteriza a la ciudad. Me
percato entonces de que los edificios son muy altos y no se caen a pedazos y
advierto que debo estar muy cerca del Zócalo, la plaza central. Camino por el
pasaje entre grandes esculturas de hierro forjado y jóvenes parejas
arrullándose en los escasos bancos. Salgo del pasaje y a mi derecha advierto
los grandes árboles de la plaza. Cuando estoy a punto de ponerme en marcha, una
mano se posa sobre mi hombro:
-¿De dónde nos visita?- escucho. Al
voltearme, un hombre me mira sonriente. Es bajito y viste camisa roja con
reflejos, muy tropical. Pantalones oscuros y zapatos de charol negro,
impolutos. Le explico, con la boca pequeña y una sensación un tanto
desagradable, que vengo de España.
-Es
vasco, ¡seguro! Los vascos siempre llevan esos pelos extraños, muy corto por un
lado-. Todavía
sorprendido y manteniendo cierta distancia le explico que soy valenciano y que
ese aspecto no es exclusivo del País Vasco.
-Acérquese
-me dice–, ¡los yucatecos no somos bandidos!-. Charlo
con él unos minutos, me indica donde puedo comer y me regala una tarjeta del
restaurante en el que trabaja. Sigo mi marcha y entro en la gran plaza.
Los
jardines centrales están extremadamente cuidados. Los setos tallados con
profusión, el césped perfectamente cortado y sin una sola calva, las palmeras
luciendo sus hojas espléndidas y los enormes árboles proporcionando sombra a
los cientos de bancos que hay en la plaza, donde cientos de personas dejan
pasar la mañana protegidos del calor. Me
siento a fumar, miro y escucho conversaciones ajenas en un ejercicio de sano
voyeurismo. En el banco de enfrente un hombre le habla con ternura a su esposa
mientras su hija, ligeramente separada, espera paciente a que algo la incluya
en la charla. A unos metros, un grupo de hombres entorno a los sesenta discute
a voz en grito sobre petróleo, males endémicos mexicanos y maldades gringas.
Uno de ellos grita con especial intensidad mientras bracea, expresivo, dejando
volar su guayabera al viento. Un niño que no pasará de los diez años pasea de
banco a banco ofreciendo chicles y cigarrillos sueltos cargando un pesado
expositor de madera.
El
calor aprieta y los pocos que caminan al sol lo hacen siempre en busca de un
refugio sombreado. De pronto, entre la multitud, al otro lado de la plaza,
descubro algo que me resulta familiar. Un recogido de cabello blanco se desliza
entre la gente con agilidad felina, casi levitando. Me levanto y me encamino,
veloz, hacia allá. Corro entre la gente, exponiéndome al sol justiciero, hasta
que la veo detenerse. Aminoro la marcha y me acerco cauto hacia ella. Cuando
estoy a escasos metros me fijo en el suelo. Hay una gran lona verde sobre la
que la señora está extendiendo su género. Me mira, sonríe amistosamente y dice:
-
Señor, lleve la hamaca señor, la auténtica hamaca yucateca.
Tampoco es obligación para los vascos llevar el pelo como tú.
ResponderEliminarGracias por tus escritos. Bendita la envidia que siento de leerte. Disfruta!!!
Cierto Unai, tampoco es obligación! jajajaja. Un abrazo muy fuerte para Carla y para ti, y recordaros -porque se que ya lo sabéis- que la mejor forma de aplacar la envidia es tomarse un avión con destino al paraíso... Ahí os lo dejo!
EliminarMe ha encantado, describes con mucho encanto, todo aquello que ves y además con una gran sensibilidad.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras de ánimo! Ah, si no te molesta, dime quien eres que me alegra saber de vosotrxs... (porque... no serás mi madre? jajajaja)
Eliminar¡Viva el voyeurismo! un texto exquisito..
ResponderEliminar¡Viva!
EliminarGracias por tan delicioso texto Peter, no sólo describes muy bien lo que ves, metiéndonos en el paisaje con facilidad, sino que le das a los personajes una profundidad psicológica que, al menos a mí, me sorprende. Me refiero en especial a la frase: "...un hombre le habla con ternura a su esposa mientras su hija, ligeramente separada, espera paciente a que algo la incluya en la charla".
ResponderEliminarla extensión de tus textos es la justa para apasionarme y no aburrirme. es genial. me encantan !! minihistorias peterianas
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