Tumbado en la hamaca contemplo las nubes acercarse por el horizonte. Son las seis de la tarde y la temporada de huracanes no perdona. Charlo con Vero, tranquilos, dejando resbalar los minutos como lo harían por una suave pendiente. Con las primeras gotas el cielo se cierra y todo toma un color distinto. Cambia la luz y la humedad lo torna todo más intenso. Son unos pocos segundos hasta que el gris se adueña de todo y el paisaje se hace plomizo, pesado, de una belleza inhóspita.
Me descuelgo de la hamaca y recorro bajo la intensa lluvia los pocos metros que me separan de la orilla. Y allí me siento, solo, a contemplar el espectáculo. Delgados riachuelos de lluvia, como premonitorios caminos de agua, dibujan los contornos de mi cara mientras mis ojos tratan de adivinar el horizonte. El azul profundo se mezcla con la niebla, se diluye en una nube plateada. Y el Pacífico se muestra salvaje, incontenible. Escupe con rabia enormes olas a la arena, como tratando de arrebatarle el espacio, disputándole el terreno. La batalla es hermosa. Unas olas bailan con las otras, como una danza en la que los bailarines no se tocan, pero se juegan, se miden y se retan. Y solo alguna vez, en contadas ocasiones, algunas pueden encontrarse. Solo aquellas a las que la tierra obliga a retroceder, a regresar a lo profundo, se cruzan con las nuevas embestidas. Y entonces, sólo entonces, los bailarines se encuentran, se golpean y saltan en el aire, despedidos hacia el cielo. Y el aire, el agua y la tierra vuelan por un segundo, se hacen uno y desaparecen entre la espuma.
Así es la tormenta en La Punta, hermosa y salvaje, salvajemente hermosa.

y tu ahí... asumiendo tu realidad...
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