Febrero de 2013. Akumal. Quintana Roo.
Cierra los ojos y se pliega sobre sí mismo para que la corriente lo lleve unos metros hacia el sur, al arrecife. El agua está caliente y el silencio hueco del Caribe le hace sentirse en paz. Flota dejándose llevar, sin sacar la cabeza del agua ni respirar por el tubo, simplemente aguanta la respiración y flota. Pocos lugares en el mundo le hacen sentirse así.
Abre los ojos, suavemente, y se fija en el arrecife. Un enorme mero vagabundea entre los corales rojos. Hay cientos de pequeños peces correteando, nerviosos, frente a la cueva de una morena que espera, paciente, su cena. El no se fija en los detalles. Conoce bien ese lugar y no se deja llevar por el maravilloso espectáculo. Su objetivo es claro y los hipnóticos colores no deben distraerle. De pronto la ve, a unos 15 metros de profundidad, nadando majestuosa entre todos los demás. Sin prisas, tomando su tiempo, se prepara para sumergirse. Bucea tranquilo hacia el fondo, sin aspavientos que la puedan asustar. Cuando está a menos de tres metros se impulsa enérgicamente con las piernas, abre los brazos y la captura. La agarra con fuerza mientras recorre el camino hacia la superficie, el camino hacia la luz.
Sale a unos cuantos metros del bote de los científicos y nada hasta ellos. Con mucho cuidado saca la tortuga del agua y se la pasa a uno de ellos. Después, de nuevo al azul, de nuevo a la paz. No hay mejor lugar que las aguas del Caribe.
Marzo de 2013. Akumal. Quintana Roo.
Se acuerda de ella. ¿Por qué no la pudo amar? Se hace la misma pregunta una y otra vez. La nostalgia se hace muy intensa. Nadie lo ha querido tanto y nadie le ha enseñado tanto. La extraña pero sigue sin amarla.
Decide escribirle para saber como sigue, qué tal le va. El mail es escueto pero suficiente para que ella responda, entusiasta, en menos de tres horas. Amenaza con cruzar el charco e ir a México a verle.
Abril de 2013. Akumal. Quintana Roo.
A él no le interesa pero la güera le persigue. Cada vez que se cruzan le dedica una sonrisa y le saluda, enredando sus dedos en su rubia melena, coqueta. Es realmente hermosa, de piel blanca y ojos entre azules y verdes. Sus rasgos son los típicos californianos de las series de televisión, pero tiene algo diferente, un aura, un halo de misticismo y de equilibrio que le atrae de alguna manera.
Una tarde, después de salir del centro ecológico se le acerca y le invita a tomar una cerveza. Él, sorprendido, decide aceptar. A las pocas horas se están besando en el columpio de un parque.
Mayo de 2013. Akumal. Quintana Roo.
Se despierta por la luz. Ella duerme como un ángel a su lado y embellece la habitación y todo cuanto la rodea. Sale y se sienta en el patio, bajo un árbol de mangos, mientras saca la computadora de la funda. Es domingo pero, por costumbre, se ha levantado a las siete y cuarto de la mañana. Siempre le ha gustado la luz del alba.
Mientras va leyendo, su cara adquiere una expresión entre la sorpresa y el pánico. Ella viene a México a verle, ya tiene fecha para su vuelo. La güera sale entonces por la puerta de la casa, frotándose perezosa los ojos y buscándole entre la abundante vegetación del jardín. Cuando él la ve se da cuenta, de golpe y sin previo aviso, de que la ama locamente y de que podría dar su vida por ella. No sabe como ha ocurrido ni porqué pero así lo siente.
-Vuelve a la cama mijita, es muy temprano- le dice, dulce.
Una sensación de tristeza y agonía le recorre todo el cuerpo. Los recuerdos de aquellos años se amontonan en su cabeza, peleándose por salir, por regresar de nuevo.
Febrero de 2006. Barcelona. Catalunya.
Corre todo lo rápido que sus piernas le permiten. Nunca el Paseo de Gracia le ha parecido tan grande, tan largo, tan lleno de gente estúpida. Dos policías le persiguen, torpes, tratando de no perder sus cinturones, unos treinta metros por detrás. Una patrulla en coche trata de saltarse un semáforo para alcanzarle.
Piensa que si consigue llegar a Plaza Catalunya estará salvado. Logrará camuflarse entre la gente y alcanzar las Ramblas. En el Born ya será absolutamente irreconocible.
Salta al asfalto para alcanzar Balmes. De pronto siente su cuerpo volar por los aires. Se estrella contra el suelo y rueda. El coche que viene por detrás también está a punto de atropellarlo, es una patrulla. Desorientado y cerrando los ojos, observa las luces relampagueantes perderse en la oscuridad.
Marzo de 2006. La Roca del Vallés. Catalunya.
Aunque la comida es mala, la celda no está tan mal. Tráfico de drogas, asociación ilícita y delincuencia organizada son cargos importantes y sólo le han caído cuatro de los siete años que le pedían. Además, el negocio en la cárcel también está bien. El hash se vende caro y los yonkis tienen que ponerse de algo.
Septiembre de 2006. La Roca del Vallés. Catalunya.
Sale en un furgón. Lo han pillado vendiendo y se acabó Quatre Camins, lo trasladan a Zuera, Aragón. Le acompañan otros dos. Uno de ellos tiene cara de no haber roto un plato en su vida y en su mirada perdida se adivina un poso de agónica desesperanza. Al otro parece no importarle nada, simplemente se esconde entre las rodillas tratando de dormir. El viaje es largo.
Diciembre de 2006. Soto del Real. Madrid.
Zuera fue corto y muy desagradable. Lo agarraron rápido con el trapicheo pero le dejaron quedarse. A las dos semanas se peleó en mitad del pasillo con otro recluso. Había un funcionario que le hacía la vida imposible y él empezaba a comprender como funciona la cárcel. Había ciertas cosas que era sencillo conseguir si sabías cómo. El traslado era una de ellas.
Junio de 2007. Soto del Real. Madrid.
Ella había ido. Lo había vuelo a hacer. Se había vuelto a levantar a las cuatro de la madrugada para pillar el primer bus hacia Madrid. El vis a vis era a las once y después tenía un largo camino de regreso a Barcelona.
Ella se lo había enseñado todo. Cuando salió de Ciudad de México apenas sabía leer y escribir y la vida de barrio era todo lo que conocía. Con ella descubrió el arte, el cine, la literatura. Siempre que a él le atormentaba algo, ella le daba un libro, una respuesta; y él leía con atención, como nunca antes había hecho. Hasta entonces los libros no eran para él más que somníferos de efectos potentísimos.
Además ella tenía algo que le encantaba. Sabía apropiarse de cada espacio, lo hacía suyo, de los dos, y eso a él le fascinaba. Con cada cambio de casa ella lo modificaba todo: una tela aquí, un dibujo en esta pared, una lámpara en ese rincón... Le daba su toque personal y conseguía iluminar el lugar, llenarlo de personalidad.
Pero, por sobretodo, ella le amaba locamente. Él no supo corresponderle, no pudo, no tuvo tiempo.
Marzo de 2008. Soto del Real. Madrid.
Había logrado cierto prestigio y poder dentro de la cárcel aprovechando su inteligencia, su habilidad y, sobretodo, su absoluto desprecio por lo poco que poseía. A alguien que no tiene nada, no se le puede quitar nada.
Ya era responsable de la cocina. Consiguió introducir muchos cambios y se sentía cómodo en la prisión. Cuando la carne estaba "verde" se negaba a cocinarla y exigía que la cambiaran. Los primeros y los segundos no se servían a la vez para que no se enfriaran y consiguió fiambreras para dividirlo todo y tener controladas las raciones. Así los últimos no se quedaban sin comer.
Cuando salía de la cocina tenía tiempo para leer. Iba a varios talleres y había encontrado algunos funcionarios que le caían bien, que intentaban ayudarle, o que al menos no estaban jodiéndole todo el día.
El negocio, además, seguía funcionando. Aunque el hash fuera malo y él se lo avisara a la gente, los yonkis seguían comprando. La vida no era tan mala en la cárcel, recordaba tiempos en los que había comido mucho peor fuera y había vivido en condiciones mucho peores.
Octubre de 2008. Soto del Real. Madrid.
Se ha acabado el taller, hora de volver al chabolo. "¡Registro!", escucha por la espalda. Se detiene. Un funcionario, buen amigo suyo, acompaña a otro con cara de pocos amigos. Se acercan y se paran frente a él. Le miran de arriba a abajo y el de la "cara de perro" repite contundente: "¡Registro!". Él sabe que está jodido y decide enfrentar la situación. Saca su cartera del bolsillo trasero del pantalón, les mira desafiante y les espeta un: "¡empezad por aquí!", mientras la lanza sobre un mueble a su lado.
El funcionario amigo le mira por un segundo y entiende su gesto. Para sorpresa de su compañero, sin mediar palabra, solo con un gesto, le invita a marcharse sin efectuar el registro. Él guarda su cartera rápidamente y entra en su celda. Respira aliviado y siente como el corazón late muy por encima de su ritmo usual. Cuando se ha tranquilizado un poco, saca de nuevo su cartera con cuidado. Abre la cremallera y extrae del bolsillo la navaja que utiliza para posturear el hash. La esconde bajo el colchón mientras reflexiona sobre la ampliación de condena que hubiera supuesto el registro. "No todos son iguales", se dice tumbándose en la cama.
Mayo de 2010. Barcelona. Catalunya.
Está tumbado en la cama, desnudo. Ella se ha ido a trabajar. La habitación luce hermosa. Una gran tela con un mandala pintado con batik cuelga del techo y la luz de la mañana entra tímida por la rendija de la ventana de madera, de algún modo le recuerda a Soto del Real en invierno. Pero esta es diferente, Barcelona siempre tuvo una luz especial para él.
Mientras prepara la maleta piensa en todas las cosas bonitas que ha vivido con ella. Nunca se aburrían. Jugaban a colarse en las fiestas como pudieran: saltando la valla, engañando al tipo de la puerta o imitando con un boli los cuños de entrada. Robaban cervezas en los supermercados, no tanto por dinero, más bien era la diversión, la adrenalina. Asistían a exposiciones, galerías e inauguraciones, bebían todo el vino que podía y, a veces, sólo cuando el artista era bueno, se quedaban largo rato a contemplar su obra. Eran tiempos bonitos.
Toma un pedazo de papel y un boli, piensa durante unos segundos antes de escribir. Lo deja sobre la cama recién hecha y se detiene bajo el dintel de la puerta a contemplar por última vez el piso de Gracia. En su rostro se dibuja una sonrisa melancólica, de satisfacción y lástima. Se cuelga la mochila al hombro y sale por la puerta. Sobre la cama, un escueto:
Agosto de 2013. Akumal. Quintana Roo.
La visita de la catalana fue incómoda pero al menos le pudo explicar que, de verdad, no la amaba y que pensaba dedicarle su vida a la güera. Al final aquello había sido bueno en muchos sentidos. Él había aclarado por completo sus ideas y sus sentimientos, a la güera le había gustado que la eligiera a ella y la otra se fue de vuelta a Barcelona sabiendo que las cosas habían terminado definitivamente.
Todos aquellos meses, además, habían sido casi perfectos. Él no podía necesitar nada más que lo que ahora tenía: una casa preciosa con un enorme jardín, un cenote, y en plena selva; un trabajo perfecto, bajo el agua y bien pagado; y, sobretodo, una mujer hermosa a la que amaba con locura. Pensaba que, tal vez, había encontrado su lugar en la vida.
Pero ella no pensaba lo mismo. Había algo que no funcionaba, que no marchaba bien y después de una fuerte pelea amenazó con irse para no volver. Él no la creyó, pensó que sólo era una rabieta y que se resolvería en pocos días.
Agosto de 2013. Akumal. Quintana Roo.
Llevaba una semana solo y pensaba que ya estaba superando la partida de la güera. Adoraba su trabajo y bajo el mar todo se le hacía más sencillo. Los problemas no lo eran tanto bajo del agua. Una tarde, después de un largo día de trabajo -más de once horas bajo el agua y nueve grupos de turistas en el arrecife-, sacó la cabeza del agua y una terrible sensación de angustia se apoderó de él. Le costaba respirar y tuvieron que ayudarle a subir al bote.
Al llegar a casa se sentó en el sofá y pensó. Con los ojos cerrados y prácticamente inmóvil se dedicó a pensar durante más de tres horas. Cuando salió de su letargo, simplemente se levantó, metió dentro de la mochila algo de ropa, su máscara y su tubo, unas puntas de hawaiana para pescar y la carpa. Salió al pórtico de la casa y, justo bajo el quicio de la puerta, frente a los dos últimos escalones, se detuvo. Aquellos peldaños simbolizaban la frontera entre lo que pudo haber sido su vida ideal y el empezar de nuevo, el perseguir el amor. Bajarlos y seguir caminando era abandonar su vida en el paraíso y aventurarse a la vida sin garantía ninguna. La sensación le mareó por un segundo y la chancla se le resbaló, haciéndole caer, torpe, a la tierra roja del jardín.
Septiembre de 2013. Puerto Escondido. Oaxaca.
-¿Quieres un coco?- me dijo.
-No, gracias, estoy bien- respondí mientras abría la mochila.
-¿Seguro que no quieres un coco?- insistió.
-Tranquilo, estoy bien, de verdad.
-Bueno, yo voy a bajar uno para mi, te bajo uno por si cambias de opinión- dijo mientras se alejaba en busca de la escalera.
Antes de que hubiera podido empezar a sacar la carpa de la funda Hans regresó con un vaso lleno, un coco partido y una cucharita.
-Es cortesía de la casa, siempre que llega un nuevo huésped le ofrecemos un coquito, toma, come.- hablaba con una sonrisa generosa en el rostro, como feliz.
Le acepté el obsequio y me senté. El tipo se adentró en la cocina, satisfecho.
Septiembre de 2013. Puerto Escondido. Oaxaca.
Durante los tres o cuatro primeros días, Hans siempre me ofrecía cocos, tres o cuatro veces al día me preguntaba, siempre sonriente, simpático:
-¿Quieres un coquito?
Yo le aceptaba uno al día con la condición de que después de bajarlo se sentara a comerlo conmigo y a hablar un rato. Entablé una bonita relación con él. Me contaba sus historias y yo las mías mientras veíamos pasar las horas en La Punta, dejando que el sol cayera al mar.
Algunas veces venía la güera por el hostal y entonces él desaparecía con ella, fundidos en una hamaca o en el incómodo sofá de costales. Era un tipo genial, siempre con la sonrisa en los labios, educado y coherente. A veces me costaba creer las historias increíbles que contaba.
Había dejado de pagar el hostal porque se había quedado sin dinero. Memo, el dueño, se sentía de alguna manera como una figura de protección con él y habían acordado que trabajaría a cambio de techo. Hans cumplía con diligencia y rigurosidad sus tareas.
Septiembre de 2013. Puerto Escondido. Oaxaca.
Cuando llegué, la carpa de Hans estaba ya desarmada. Su mochila, casi llena, abierta sobre una silla, anunciaba su partida. Una vez más, se marchaba. Llevaba un par de días descentrado y eludiendo su trabajo. Memo ya le había advertido y por lo visto aquella mañana tuvieron una fuerte discusión. Hans era un cabezón y nunca en su vida había sido capaz de acatar las normas.
Cuanto tuvo recogidos todos sus trastos nada más se los colgó a la espalda, me sonrió mientras se acercaba y dijo:
-¡Cuídate carnal!
-Tu también hermano- contesté mientras nos abrazábamos.
Se detuvo justo antes de cruzar la puerta, echó la vista atrás y saludó con la mano. Le seguí con la mirada triste hasta que dobló la esquina. Pensé que, con todo lo que ese tipo había vivido, esto era solo una piedra en el camino.
Sonreí pensando en Hans.