Subo a la terraza del edificio, que está sobre la ladera de La Floresta, dominando el centro-norte de la ciudad. El sol lo ilumina todo y parece que las nubes, por una vez, se toman un día de vacaciones. Enciendo un cigarro y observo el valle en toda su longitud. Grandes edificios de nueva construcción y acristaladas fachadas se mezclan con pequeñas casitas que salpican las laderas de las colinas. Viejos edificios de tiempos de la conquista conviven con terrenos baldíos y viejas glorias que no superaron el paso del tiempo y de la lluvia. El caos se puede prácticamente tocar.
Cambio de lugar en el terrado y todo cambia. Hacia el sur la ciudad se extiende hasta donde la vista no puede alcanzar. Todo mengua, todo se hace pequeño. Miles de pequeñas casas se amontonan, desordenadas y viejas, sobre cada centímetro libre. Sus ventanitas se convierten en miles de ojos abiertos a Quito, al caos, a la urbe sin escuadra no cartabón, a la necesidad de techo cuando sea, donde sea y como sea. Y entre ellas, camufladas, surgen formas antiguas, detalles que rompen lineas rectas, que ni el tiempo ni el dinero consiguieron arrancar. A lo lejos, detrás del centro histórico se alza una gran iglesia, discreta y elegante y pétrea, entre moles de hormigón y colores degradados.
Sólo en algunos espacios, todavía libres de humanidad, seguramente por lo escarpado e inaccesible, pequeños grupos de verdes árboles y pasto andino sobreviven, reclamando lo que todavía es suyo.Y es que en el Quito de lo alto, cuando uno inclina la cabeza al cielo, hay algo que siempre domina, omnipresente, haciéndote sentir minúsculo, insignificante y absurdo: las montañas, los volcanes, la cordillera.
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