Las cantinas mexicanas, las auténticas, son lugares fascinantes. Sórdidas, deprimentes, etílicas, insecticidas, decadentes. Son lugares a los que uno podría pensar que la gente va a divertirse. Y en esencia así es. Entrar a las ocho de la tarde puede dar esa sensación pues la gente, en su mayoría hombres, todavía conversan, ríen y alborotan. Las gramolas de última generación y desproporcionado tamaño, con pantalla táctil y a diez varos las tres canciones, escupen 200 watios de cumbia de dudoso gusto. El mesero grasiento va de un sitio a otro, averiguando si alguna mesa se quedé sin el dorado elemento. Pero ya a esa hora, temprano todavía para la curda, se puede observar a los solitarios en las esquinas más oscuras del lugar. Tres caguamas vacías sobre la mesa, los deshechos de una cuarta, el presagio de la quinta. Siempre hay un codo apoyado sobre la mesa sobre el que se apoya a su vez una cabeza, cargada ya de alcohol y desesperanza. Algunas parejas todavía resisten y mantienen sus ganas de coquetear. El efecto del aire turbio, espeso y triste que flota en el ambiente todavía no les ha invadido. Pero ellos son los fuertes. El resto ya empezamos a dejarnos llevar. Es algo progresivo pero inevitable. A las diez todos somos víctimas. El sitio parece todavía más oscuro que al entrar. La música a un volumen indecente ha dejado de sonar. Ya no queda cobre para rolas y el silencio, solo roto por el lamento de alguien, en un lugar indefinido de la sala, se hace tan incómodo que solo otra cerveza puede disipar el efecto. Los más cautos se dejan llevar por el sueño, posan sus cabezas sobre la mesa -delicados como mariposas-, dejan escapar una lágrima y se quedan dormidos. El resto, imprudentes, nos dejamos arrastrar por la espiral:
- ¡Otra caguama, por favor!
Bien escrito Peter, consigues sumergirnos en ese ambiente tan, tan, ¿diferente? entre desasosiego y ternura.
ResponderEliminarUn abrazo.
Blas.