lunes, 30 de septiembre de 2013

LA PERSECUCIÓN

Sales a la calle. El calor te golpea desde el primer segundo y la humedad te atrapa, te envuelve por completo. Echas a caminar hacia el oeste por la 65, camino al centro. La ciudad ha despertado antes que tu pero tampoco el ritmo es trepidante. Los viejos empleados de las tlapalerías de la calle se desperezan y te miran pasar, ociosos, combatiendo el calor bajo grandes ventiladores de techo que giran lentos, al ritmo de sus dueños. En contraste, el tráfico es abundante, ruidoso y desordenado. Camiones de mercancías tratan de adelantar a taxistas buscando una presa. En las aceras, algunos repartidores se apresuran a descargar sus camiones en las dulcerías que abarrotan las tres cuadras entre la 42 y la 48. El olor a chuchería lo inunda todo y parece como si el tiempo no les diera para terminar con el reparto. Pero, para regocijo de los dentistas de la ciudad, se afanan en el trabajo.


Las pequeñas casas de aspecto colonial lucen especialmente hermosas. La mezcla de vivos colores y manchas del tiempo y la humedad hace inevitable pensar en La Vieja Habana. Ninguna pasa de dos alturas y, en su mayoría, parece que se están derrumbando pero a través de las puertas abiertas se puede entrever la vida que se esconde tras la ruina. Incluso en aquellas que dejaron de habitarse, el verde se ha instalado para quedarse. De entre las rejas oxidadas y a través de los agujeros del tejado salen exuberantes ramas. En las paredes, casi colgando de la nada, crecen pequeños e intensos arbustos que contrastan con el gris que devoró el color que algún día iluminó la fachada. 


Camino tranquilo, alternando mi atención entre los hermosos edificios y la acera, que me exige concentración para esquivar los grandes agujeros y enormes charcos de la tromba que descargó la tarde anterior y que todavía no se ha secado.


La 65 está cada vez más animada y el tráfico se hace cada vez más intenso. Viejitas cargadas de bolsas se mueven por las aceras esquivando a jóvenes encamisados que están más preocupados por cortejar a su acompañante que por no obstaculizar la marcha de la ciudad. De pronto la acera se estrecha todavía más y el tráfico rodado crece hasta quedar parado. Pienso en torcer por la 52 al norte para esquivar el tumulto de los alrededores del mercado pero una señora mayor, contará más de 80, me adelanta con un leve golpe y se escabulle entre la multitud. Sin saber bien porqué, decido seguirla. Acelero el paso y busco su pelo blanco en el vaivén de lacias y oscuras cabezas que abarrotan la calle. La ubico a unos 15 metros adelante, esquivando con inusual habilidad al resto de viandantes. Aprieto el paso todavía más y agacho la cabeza para no golpearme con los toldos de los comercios que invaden la acera y ponen en peligro a todo aquel que mida más de metro setenta. 

Consigo seguir a la vieja un par de cuadras pero me va ganando terreno. Su corta estatura le da ventaja frente a mi pero el enorme bulto que lleva a la espalda debería frenarla. No es así. Sigue esquivando la muchedumbre con sorprendente habilidad. Empiezo a trotar, saltando a la calzada y esquivando el tráfico y a los que, como yo, deciden bajar de la calle para llegar antes a su destino.

Finalmente me detengo. En el cruce de la 58 la he perdido por completo. Se ha esfumado. 

Me quedo un rato mirando, abatido, contemplando los rostros de quienes pasan. Son todos muy morenos, de rasgos redondeados y abultadas mejillas. Tienen un aire sonriente, amable. Se mueven desordenados pese a los esfuerzos del guardia de tráfico que intenta organizar la circulación con poco éxito.

Cambio de rumbo. Tomo la 58 al norte y en menos de media cuadra encuentro un pasaje cubierto entre dos edificios de construcción reciente pero que conservan el aire colonial que caracteriza a la ciudad. Me percato entonces de que los edificios son muy altos y no se caen a pedazos y advierto que debo estar muy cerca del Zócalo, la plaza central. Camino por el pasaje entre grandes esculturas de hierro forjado y jóvenes parejas arrullándose en los escasos bancos. Salgo del pasaje y a mi derecha advierto los grandes árboles de la plaza. Cuando estoy a punto de ponerme en marcha, una mano se posa sobre mi hombro:

-¿De dónde nos visita?- escucho. Al voltearme, un hombre me mira sonriente. Es bajito y viste camisa roja con reflejos, muy tropical. Pantalones oscuros y zapatos de charol negro, impolutos. Le explico, con la boca pequeña y una sensación un tanto desagradable, que vengo de España.

-Es vasco, ¡seguro! Los vascos siempre llevan esos pelos extraños, muy corto por un lado-. Todavía sorprendido y manteniendo cierta distancia le explico que soy valenciano y que ese aspecto no es exclusivo del País Vasco.

-Acérquese -me dice–, ¡los yucatecos no somos bandidos!-. Charlo con él unos minutos, me indica donde puedo comer y me regala una tarjeta del restaurante en el que trabaja. Sigo mi marcha y entro en la gran plaza.

Los jardines centrales están extremadamente cuidados. Los setos tallados con profusión, el césped perfectamente cortado y sin una sola calva, las palmeras luciendo sus hojas espléndidas y los enormes árboles proporcionando sombra a los cientos de bancos que hay en la plaza, donde cientos de personas dejan pasar la mañana protegidos del calor. Me siento a fumar, miro y escucho conversaciones ajenas en un ejercicio de sano voyeurismo. En el banco de enfrente un hombre le habla con ternura a su esposa mientras su hija, ligeramente separada, espera paciente a que algo la incluya en la charla. A unos metros, un grupo de hombres entorno a los sesenta discute a voz en grito sobre petróleo, males endémicos mexicanos y maldades gringas. Uno de ellos grita con especial intensidad mientras bracea, expresivo, dejando volar su guayabera al viento. Un niño que no pasará de los diez años pasea de banco a banco ofreciendo chicles y cigarrillos sueltos cargando un pesado expositor de madera.

El calor aprieta y los pocos que caminan al sol lo hacen siempre en busca de un refugio sombreado. De pronto, entre la multitud, al otro lado de la plaza, descubro algo que me resulta familiar. Un recogido de cabello blanco se desliza entre la gente con agilidad felina, casi levitando. Me levanto y me encamino, veloz, hacia allá. Corro entre la gente, exponiéndome al sol justiciero, hasta que la veo detenerse. Aminoro la marcha y me acerco cauto hacia ella. Cuando estoy a escasos metros me fijo en el suelo. Hay una gran lona verde sobre la que la señora está extendiendo su género. Me mira, sonríe amistosamente y dice:

- Señor, lleve la hamaca señor, la auténtica hamaca yucateca.





martes, 17 de septiembre de 2013

EL PROFETA

Llevo días caminando la ciudad. Mi teléfono dice que he dado 21.000 pasos en dos días. Eso deben ser unos ocho kilómetros al día, kilómetro arriba, kilómetro abajo. En todos esos pasos hay algo que siempre reaparece, impasible, en alguna esquina de la ciudad. Un día está frente al mercado, el otro en el cruce de Independencia con la peatonal. Lo he visto también enfrente de la Catedral, incluso varias cuadras al oeste, lejos del bullicio turístico. Lo reconozco siempre desde la distancia. Escucho su melodía desde un par de cuadras antes de poder verlo. Es el profeta. Y canta. Siempre canta. De diez de la mañana hasta casi la madrugada puedes oír su canto.

(Mientras escribo esto, sentado cerca del Zócalo, pienso que debo ir a buscarlo. La última vez que le vi estaba al principio de Macedonio Allende. Recorro las tres cuadras que me separan de allí y le veo. Parece que está recogiendo. Me siento a unos siete metros y le tomo una foto. A los pocos segundos está cantando de nuevo. Ahora puedo continuar escribiendo, me digo).

Siempre viste pantalón oscuro y camisa rojo intenso, casi granate. Lleva una muleta a cuestas, una enorme riñonera verde y un megáfono todavía más grande -que le sirve, indistintamente, para amplificar su canto o como taburete cuando descansa-. No pasará del metro sesenta y no canta especialmente bien pero su tesón es de proporciones épicas, como debe ser su fe. El profeta me conmueve. La gente pasa a su lado sin apenas advertir su presencia. Tres policías caminan pacientes hacia nosotros. Pasan de largo.

El profeta ha parado de cantar. Comprueba si hay algo en la cajita de cartón que tiene en el suelo, frente a él. No hay ni una sola moneda, ni un miserable peso. Espero que vuelva a cantar para transcibir su canción pero el profeta quiere irse a casa. Recoge sus bártulos y se marcha. Le alcanzo en la esquina, le entrego diez pesos y le doy las gracias. 

-Que Dios te bendiga- dice subiendo a un taxi. 


DE SOL A SOL

Te levantas.
Sales de la tienda -ubicada bajo una palmera, en la misma arena de la playa-.
Baño-Pacífico para despertar.
Alguna tarea mañanera: limpiar cocina o baño, barrer la palapa, rastrillar el jardín...
Camioneta colectivas para ir al mercado.
Compra de víveres para un par de días.
Regreso.
Baño para refrescar.
Cocina con (y para) los y las que están ese rato en el hostal.
Comida.
Hamaca.
Silencio.
Calma.
Mediodía en La Punta.
Despertar del letargo.
Paseo hasta las rocas del faro.
Surf, rompiente a izquierdas.
Duchita de agua dulce.
Guitarra y cervezas.
Cena.
Más cervezas, tal vez un poco más de guitarra.
Las olas siguen ahí. La noche lo cubre todo.
Sueño.


SIESTA

Bajo la palapa, la brisa mece las hojas de palmera y las aspas de un ventilador apagado. El sol se muestra y oculta al compás caprichoso de las nubes. Silencio. Sólo las grandes olas rompiendo frente a la orilla, violentas, le hacen competencia. Me mezo en la hamaca. Son las 15:42 y La Punta descansa. Jasper, el australiano, casi dormido en la cama de costales de arena murmura con su acento gringo: "¡Chingón!"


jueves, 12 de septiembre de 2013

ZÓCALO EN 15

En lo alto de Oaxaca se encuentra el Auditorio Guelaguetza
Me detengo a descansar en el Zócalo de Oaxaca. Siento una hermosa sensación, como de regresar a un lugar familiar, a un remanso en el viaje. "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver" decía Sabina. He decidido desafiarle y, por el momento, con éxito. Después de 23 horas de autobús sólo interrumpidas por un enlace en la sórdida Villahermosa -escasos siete minutos-, pasear por Oaxaca es como un bálsamo sanador. Salir de la terminal y saber hacia donde dirigirse, incluso aunque haya pasado un año. Bajar por la Juárez y recordar el Internet desde el que contactaste con el viejo Syama, doblar por Matamoros como si fueras al hostal de un buen amigo, torcer de nuevo a la izquierda y bajar toda la peatonal hasta el Zócalo, creyendo reconocer al mismo viejito que toca la trompeta con un sombrero vaquero enfrente. Los colores y sabores de esta ciudad son siempre agradables, sus anchas aceras. Y de nuevo estoy sentado en su bulliciosa plaza central. Y de nuevo el sabor del auténtico México entre los labios. 

Una vieja se desplaza en su silla de ruedas a toda velocidad, entre la gente, impulsándose marcha atrás con su única pierna. Súbitamente frena una de las ruedas con la mano y derrapa a un par de metros de la repisa en la que estoy sentado. Otea el entorno, parece localizar un objetivo y prosigue su frenética marcha. Por primera vez tengo mi libreta entre las manos y estoy escribiendo lo que veo. Se me ocurre una idea. Un ejercicio. Narrar en tiempo real lo que ocurre. Le pongo algunas normas:

         - Descripciones totales: 15
         - Introducción: 15 palabras para contextualizar
         - Distancia máxima de atención: 15 metros
         - Tiempo máximo de escritura por cada descripción: 15 segundos
         - Tiempo máximo de observación de la plaza: 15 segundos

Empiezo el ejercicio. Decido ponerle nombre.



ZÓCALO EN 15

Bullicio. Color. Banda militar. Piar. Globos. Quiosco. Atardecer. Sombre.
Verde. Guelaguetza. Árboles. Luz. México.

Un joven vendedor hace pompas de jabón.
Un anciano frunce el ceño sentado junto a mi.
A su lado, un gringo bebe una refrescante agua de horchata.
Su calva está quemada por el sol.
Dos niñas vendedoras coquetean con el pompero. Él sonríe.
Una niña pequeña se cae y llora. Su padre le limpia el pantalón.
Un gringo pasa con patines en línea por la plaza.
El joven vendedor se ha levantado. Les regala un algodón de azúcar.
El gringo calvo intenta furtivamente fotografiar a otro vendedor.
El viejo de al lado le observa curioso.
Las vendedoras comen el algodón y sonríen.
Dos niños lanzan al aire gigantes globos frankfurt.
Un niño muy obeso pasa con su madre y un refresco en cada mano.
El agüita del gringo está a punto de acabarse.
La uñas del viejo de al lado son increíblemente largas.


Termino el ejercicio. Hago fotos de todo lo descrito. El anciano de al lado se levanta pero no se anima a marcharse. Se queda de pie observando su gorra. El agüita se acaba. Las vendedoras siguen su camino. El chico vuelve a hacer pompas. La banda sigue tocando. El Zócalo dura más de 15.

El vendedor y las vendedoras.



El viejo del al lado y el gringo.



Gigantes globos frankfurt en pleno vuelo.

EL CONCIERTO

Me despierto tan solo como me acosté. De las doce camas de la habitación, solo yo ocupo la mía. Parece que es temporada baja y los hostales baratos, de a 80 varos la noche, lo acusan. Supongo que los HI estarán a medio gas pero en el mío la vida brilla por su ausencia. Me rasco los tobillos compulsivamente. Las chinches me han comido las piernas. Y por si eso no fuera poco, los taquitos de la señora de ayer, o la res a la mexicana, o la hamburguesa callejera, o una criminal combinación de todos, me han descompuesto el estómago. Aprieto el culo y salgo de la habitación, busco el baño con desesperación. Resulta que las cuatro personas que pueblan el hostal están, todas, sentadas en una mesa en el patio, justo frente al baño. Cagar en ese lugar es algo parecido a someterse a una audiencia pública. Aprieto el culo un poco más y regreso a la habitación. Deshago la cama y preparo la mochila. Me siento a planear el día pero mi situación es delicada y no me permite pensar con claridad. La naturaleza sigue su curso y, como se suele decir, no se le pueden poner puertas al campo. Tampoco a la res a la mexicana. Salgo de nuevo y me doy a mi público. Me lo tomo con humor y entro dedicándole a los espectadores un: "¿cómo soportan ustedes el picante?". Sonríen. Yo no puedo. La cosa se resuelve de una forma menos escandalosa de lo que esperaba así que salgo con mi orgullo casi intacto. Uno de ellos, el más mayor, se solidariza conmigo y pregunta: "¿mejor mi carnal?". Asiento con una sonrisa de oreja a oreja. "Ahora si puedo empezar el día, compadre". Uno de ellos suelta una carcajada que parece avergonzarle. El resto se ríen a gusto, tranquilos, mientras me adentro en la habitación.

Ya en el Zócalo me siento detras de la formación de sillas dispuestas para el concierto de una banda. Todavía no hay ni un solo músico y los únicos que trabajan son los operarios y técnicos que grabarán el concierto para alguna tele local. Observo sus equipos. Tienen tres o cuatro Panasonic P2 dispuestas por los alrededores -una de ellas sobre una grúa pequeña-, una antena para emitir en directo y varias furgonetas aparcadas en las proximidades. Decido posponer mi primera comida del día y quedarme un rato.





Los músicos van llegando poco a poco, de uno en uno, con sus trajes de chaqueta sobre camisas lila claro. Me divierto observando al Tuba 3 y al Tuba 4, bromeando y riéndose mientras el director enloquece tratando de probar cada una de las familias de instrumentos. El viento metal ha llegado temprano. Mis amigos, Tuba 3 y Tuba 4, a partir de ahora T3 y T4 son exhortados a tocar un do-mi perpetuo, sobre el que otras dos tubas, T5 y T6, intercalan a contratiempo dos notas que no reconozco. T5 está juguetón y le pide a T4 con un tono imperativo -como si éste no se estuviera enterando- que acelere el ritmo del mi-do, que lo está pidiendo el director. T4 obedece y acelera el ritmo. Pese a que no es una mañana demasiado calurosa, T4 está empezando a sudar y no parece darse cuenta de que ninguna otra tuba le sigue y que su esfuerzo está siendo inútil. T5 y T6 rompen a reír a carcajada limpia. T3, solidario, avisa a su compañero. Éste, desconcertado, se detiene, se seca el sudor de la frente y mira a su alrededor. Advierte a T5 y T6 que casi están en el suelo de la risa. Suelta un par de maldiciones que no logro oír y sonríe. Como imaginaba, T4 es un tipo con buen humor.

Entretanto, el resto de la banda ha ido llegando. Incluso T1 y T2, que parecía que no se iban a presentar, han hecho acto de presencia. El concierto va a comenzar cuando aparece como una exhalación, de entre los vendedores de pomperos, la señora de la silla de ruedas que circula marcha atrás. De nuevo, como en un deja vú, derrapa a escasos dos metros de donde me encuentro. Sonríe satisfecha de su habilidad y empieza a conversar con dos mujeres que conoce de algo. Habla casi más rápido de lo que conduce y tiene una risa diabólica, feroz, rápida, seca. Habla y habla sobre una pinche pomada, que le dio un pinche médico, que no le hizo nada. Dice que si encuentra al pinche médico, al pinche matasanos, le va a saltar los pinches dientes y ni un pinche dentista se los va a poder poner en el sitio. Entre pinche y pinche suelta breves carcajadas y continua disparando sus maldiciones. Cambia de tema. Ahora son los pinches sacerdotes, que duermen con las pinches monjas y después piden pinche dinero, dice señalando la Catedral de la Asunción, que está a sus espaldas. Se da vuelta y continua su kamikaze marcha entre la gente, impulsándose con la única y poderosa pierna que tiene. Se esfuma.

El presentador de televisión que retransmite el concierto, trajeado y nervioso, se limpia el sudor de las manos en el pantalón y revisa sus notas. Sale a la palestra y presenta el evento. Todas las T, que se habían marchado, regresan y toman posiciones. Parece que, ahora si, todo va a empezar. Tengo habre y sed y por un momento pienso en marcharme a comer. Lo más interesante ha pasado, me digo. Pero llevo más de una hora aquí sentado así que decido darle una oportunidad.




Me muevo a una zona con mejor visibilidad, aunque menos pintoresca, despidiéndome de las tubas. Un tipo de estatura minúscula y anchura respetable, embutido en su pequeño trajecito, inicia el concierto con un enérgico golpe de platillos. Es una obra cubana y me alegra ver que en la Gran Orquesta del Estado de Oaxaca también se tocan las maracas, los güiros, las congas e incluso la batería. El mismo hombrecito, que combina con habilidad los platillos y las maracas, es el encargado de cerrar la pieza en completa soledad. Deja vibrar los platillos un buen rato mientras el público aplaude. La segunda pieza es un tango de un compositor danés. Por lo que cuenta el presentador, se inspiró en la noticia del asesinato de una mujer a manos de su esposo. Es un tanto desagradable. En tercer lugar, un mambo del maestro Dámaso Pérez Prado resulta ser el mítico mambo-tango de la película "Diarios de Motocicleta", de Walter Sales. Sonrío y me dejo llevar levemente por el ritmo tropical de la banda, moviendo sutilmente mis hombros. Una niña de unos ocho años baila simpática frente a su familia. Pienso que, de estar acompañado y de saber bailar, me gustaría levantarme y dejarme llevar por completo. Mientras, una señora se contonea y hasta el director, en los momentos de poco trabajo, se deja llevar y flexiona las piernas al son. Sonríe, está disfrutando del concierto y todos los presentes también. Toda la banda corea: Unooo, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seeeis, sieteee, ochooo... ¡Maaaaaaaaambo! El público estalla en aplausos. 

Desde detrás, como de la nada y justo cuando está a punto de salir a la palestra la cantante principal, un grupo de unos veinte o veinticinco jóvenes aparece con banderas anarquistas y coreando vítores. "Apoyo total a la huelga ministerial". "Somos anarquistas, no terroristas". Intento sacar el celular para tomar una foto pero me es imposible. Ellxs, educadxs, prosiguen su camino a voz en grito pero sin boicotear el acto. El espectáculo todavía no termina pero yo ya he tenido bastante.

Cuando estoy a punto de levantarme me detiene una chica. "¿Me puedo tomar una foto contigo?". No doy crédito. La miro sorprendido y le pregunto el porqué. Me dice que le gusta tomarse fotos con extranjeros. Acepto a regañadientes. Detesto salir en fotos pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? Al final son dos las que se toman foto conmigo, por separado, claro. Comparto tres minutos con ellas y me despido. Curiosa mañana, pienso.


EL BESO

Me gusta escribir sobre la gente. Me obliga a mirar todo con más atención. Los rostros de las personas, sus comportamientos, los más mínimos detalles que normalmente pasaría por alto. Puede que no sea más que aumentar la concentración pero cada detalle me parece interesante. Me parece "escribible".

Esta mañana, mientras atravesaba el Zócalo, dos chicas de unos veinte años estaban sentadas bajo la sombra de un árbol, en un banco. Viéndolas desde lejos hubo algo que me llamó la atención. En cualquier momento habría pasado de largo pero en esta ocasión, bajo mi nueva mirada, había algo curioso en ellas. Estaban sentadas en una posición extraña. Una de ellas estiraba uno de sus brazos desperezándose, mientras el otro quedaba flexionado, permitiendo a su amiga apoyar la cabeza. Ésta otra estaba subida completamente en el banco, ladeada. Era una especie de sirena. Todo podría parecer normal, la típica escena de parque, de mañana ociosa. Pero había entre ellas una extraña conexión. Un oculto secreto que guardaban celosas, que creían inapreciable para el resto del mundo y que las conectaba de algún modo. Es la complicidad de compartir un secreto, estar declarándolo a voz en grito al mundo y que nadie pueda escucharlo.

Las observé sonriendo al pasar a su lado, justo cuando sus miradas se cruzaban. Presintieron la mía, se separaron un segundo y me miraron, sorprendidas. Las seguí mirando y sonriendo incluso cuando ya había pasado de largo su banco, forzando el cuello. Mantuve la sonrisa hasta que giré la esquina. Pensé: "si este mundo fuera justo, ahora mismo se estarán besando". Continué mi camino. 


LA CANTINA

Las cantinas mexicanas, las auténticas, son lugares fascinantes. Sórdidas, deprimentes, etílicas, insecticidas, decadentes. Son lugares a los que uno podría pensar que la gente va a divertirse. Y en esencia así es. Entrar a las ocho de la tarde puede dar esa sensación pues la gente, en su mayoría hombres, todavía conversan, ríen y alborotan. Las gramolas de última generación y desproporcionado tamaño, con pantalla táctil y a diez varos las tres canciones, escupen 200 watios de cumbia de dudoso gusto. El mesero grasiento va de un sitio a otro, averiguando si alguna mesa se quedé sin el dorado elemento. Pero ya a esa hora, temprano todavía para la curda, se puede observar a los solitarios en las esquinas más oscuras del lugar. Tres caguamas vacías sobre la mesa, los deshechos de una cuarta, el presagio de la quinta. Siempre hay un codo apoyado sobre la mesa sobre el que se apoya a su vez una cabeza, cargada ya de alcohol y desesperanza. Algunas parejas todavía resisten y mantienen sus ganas de coquetear. El efecto del aire turbio, espeso y triste que flota en el ambiente todavía no les ha invadido. Pero ellos son los fuertes. El resto ya empezamos a dejarnos llevar. Es algo progresivo pero inevitable. A las diez todos somos víctimas. El sitio parece todavía más oscuro que al entrar. La música a un volumen indecente ha dejado de sonar. Ya no queda cobre para rolas y el silencio, solo roto por el lamento de alguien, en un lugar indefinido de la sala, se hace tan incómodo que solo otra cerveza puede disipar el efecto. Los más cautos se dejan llevar por el sueño, posan sus cabezas sobre la mesa -delicados como mariposas-, dejan escapar una lágrima y se quedan dormidos. El resto, imprudentes, nos dejamos arrastrar por la espiral:
- ¡Otra caguama, por favor!

EL VAGABUNDO


Camino hacia casa de Lucía, despistado, vigilando las nubes. Me cruzo con un vagabundo. Tendrá unos 25 y viste haraposo, con muchas manchas y sin calzado alguno. Parece que para obtener el estatus de vagabundo en México es imprescindible ir descalzo, como si se tratara de una extraña ley tácita, de un signo identitario. El hecho es que los que así se presentan parecen realmente jodidos. Ni siquiera se les ve borrachos, otro símbolo mexicano. 

Se queda en pie frente a mi, obstaculizandome el paso por la estrecha vereda. Sin mediar palabra sacude una bolsita de tela de color marrón a modo de cepillo, no parece que contenga más que un par de pesos. Le miro fijamente a los ojos. Tiene una mirada triste, de ceniza. Se puede ver la desesperanza al fondo de sus pupilas, como si supiera que el destino ya decidió por él y que malvivir por las calles de Mérida es y será su única opción de por vida. Me he quedado demasiado tiempo absorto en su mirada y se afana en recordarme el motivo de nuestro encuentro, sacudiendo de nuevo su bolsita. Hurgo en mi bolsillo, buscando alguna grande. Saco una moneda de diez pesos, dorada y brillante, como si acabara de salir de la Fábrica de Moneda y Timbre. La deposito en la bolsa sin dejar de mirarle. Él desvía la mirada por un instante para comprobar si mi curiosidad y mi generosidad se corresponden. Al ver la moneda de diez entrando en la bolsa, por un breve instante, un relámpago de alegría recorre su rostro, desde la comisura de sus labios hasta el brillo de sus ojos. Parece que le hubiera dado un billete al paraíso. Se desvanece de inmediato y la ceniza vuelve a apagar su mirada, como el último aliento de las ascuas, después de una gran hoguera. 

Me esquiva sin mucho acierto, golpeándome suavemente con el hombro y continua su camino. Por un segundo me ha parecido percibir en el un hálito de felicidad y eso me hace sentirme generoso. Pienso: diez pesos. Hago la conversión. Son 50 céntimos de euro. 
Me alejo sintiéndome miserable.